Kosovo es un lugar marcado por viejas heridas que se abren con una facilidad extrema. La república de mayoría albanesa (el 95% de sus ciudadanos son de esa etnia) proclamó su independencia de Serbia en 2008 tras décadas de una difícil convivencia. El hecho de que, 23 años después de los primeros bombardeos de la OTAN, aún queden en el país unos 4.000 soldados cumpliendo la función de pacificadores, da una idea de lo inestable que sigue siendo el equilibrio.
De hecho, el propio referéndum de independencia es aún discutido por la comunidad internacional. Desde luego, Serbia no lo acepta, y sigue considerando Kosovo una provincia suya, aunque, en la práctica, interactúa con el gobierno de Pristina como si fuera un estado ajeno. Entre los países que no reconocen la independencia de Kosovo está, sin ir más lejos, España. Temerosos de las comparaciones entre el caso kosovar y el catalán, los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y ahora Pedro Sánchez se han negado a lo largo de estos 14 años a aceptar que los albanokosovares puedan disponer de un Estado propio.
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No somos, obviamente, los únicos: dentro de la Unión Europea, por distintos motivos, Grecia, Rumanía, Eslovaquia y Chipre tampoco reconocen al Gobierno de Pristina. Esta circunstancia ha provocado momentos casi cómicos, como cuando Kosovo y España compartieron grupo de clasificación para el Mundial de Qatar 2022 y los comentaristas de Televisión Española tenían prohibido decir el nombre del país, teniendo que utilizar constantemente el larguísimo eufemismo «el equipo de la federación de fútbol de Kosovo».
Cualquiera que sepa algo de historia es consciente del peligro de estas ambigüedades en la zona de los Balcanes. Países que no son países, estados que no son estados, naciones que son muchas naciones y que ven como las minorías y las mayorías pelean entre sí por arrimar el ascua a su sardina. Si en Kosovo se calcula que hay un 95% de albaneses es porque aún queda un 5% de serbios eslavos. Una minoría que, apoyada en el país vecino, no está dispuesta a dejarse arrastrar sin más por los deseos ajenos.
La guerra de las matrículas
El último episodio en esta disputada vecindad tiene que ver con la obligación del Gobierno de Pristina, establecida el pasado mes de julio, de que todos los coches de Kosovo lleven el distintivo propio del país. Hasta ahora, los serbios habían mantenido sus matrículas serbias como señal de identidad. Puede que la mayoría albanesa no fuera consciente de lo mal que sus compatriotas se iban a tomar la medida… o puede que, al contrario, se tratara de una torpe provocación.
El caso es que las protestas han ido creciendo desde entonces y la situación, por una razón en apariencia tan absurda, está llegando a un punto de tensión peligrosísimo. El pasado 10 de diciembre, un expolicía serbio fue detenido, acusado de agredir a policías kosovares en una de las manifestaciones contra la nueva ley. La acción provocó una reacción estruendosa en forma de barricadas en las carreteras y de fuerzas militares serbias apostadas en la frontera entre ambos países. Desde entonces, la cosa no ha mejorado.
El martes, los ciudadanos serbios de Mitrovica erigieron nuevas barricadas en señal de protesta y volvieron a enfrentarse a los agentes kosovares. Mitrovica es una ciudad del norte del país en la que conviven ambas etnias, una caja de cerillas a punto de echar a arder. En previsión de una contraofensiva del gobierno de Pristina, el de Belgrado decidió seguir por su cuenta con la escalada: el ministro de defensa serbio avisó de un probable ataque a la minoría eslava, mientras que anunciaba que tanto su policía como su ejército pasaban a estado de «máxima alerta».
Los hilos que mueve Putin
Obviamente, la «guerra de las matrículas» es una excusa cualquiera para sacar músculo. Serbia sigue teniendo aspiraciones de dominio sobre los eslabones más débiles de la antigua Yugoslavia y no pierde ocasión de demostrarlo. Con una mano, pide su ingreso en la Unión Europea, mientras con la otra azuza la convivencia en Bosnia y Herzegovina, respaldando a los ultranacionalistas ortodoxos. Su política de poner un pie en Bruselas mientras mantiene el otro en Moscú resulta en ocasiones desesperante. De hecho, el gobierno de Aleksander Vucic ha manifestado repetidamente su rechazo a ningún tipo de sanciones a Rusia por su invasión a Ucrania, país que, por cierto, tampoco reconoce la independencia de Kosovo.
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¿Está, por lo tanto, Putin detrás de estos incidentes en la frontera? En rigor, no parece necesario culparle de cada acción concreta que se produzca en la zona. Lo que está claro es que, si Serbia se atreve a seguir enredando con sus vecinos, es porque sabe que tiene un importante apoyo político y militar detrás. Vucic y Putin mantienen una excelente relación personal y durante estos meses han llegado a distintos acuerdos comerciales en torno a recursos naturales como el famoso gas ruso. No falta quien, irónicamente, llama a Vucic, «el pequeño Putin», jugando con el hecho de que el presidente serbio mide casi dos metros.
¿Se atreverá Serbia a utilizar su ejército para «defender» a una minoría supuestamente perseguida? Sería un enorme error. En otro momento, tal vez una acción de este tipo podría pasar desapercibida, pero no ahora. Todo Occidente, y desde luego, todos los países de la OTAN, saben que no pueden permitirse otro foco de inestabilidad internacional. Tampoco Rusia está como para brindar ayuda a nadie dada su comprometida posición en Ucrania. Cualquier intento de desestabilizar militarmente los Balcanes sería recibido con la misma contundencia que faltó durante los primeros años noventa.
Lo ideal, por supuesto, sería no tener que averiguar cuál es el límite de la paciencia de todas las partes, pero si hay cuatro mil soldados de la OTAN en Kosovo es para algo. Pristina ya ha pedido su ayuda en caso de conflicto y no hay duda de que la recibirían llegado el momento. El problema es que uno empieza estas peleas para medir fuerzas y luego no es fácil ajustarse a los cauces. Más que nada porque son movimientos que van de abajo arriba y no de arriba abajo. Si la minoría serbia o la mayoría albanesa dan un paso en falso, a nadie se le escapa que el desaguisado puede ser importante.