1670466607 el principio del fin del eterno cantor en Madrid

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Cuando uno asiste al final de algo, todo le sabe a última vez. Tal vez por ello el concierto de Joan Manuel Serrat anoche en el WiZink Center de Madrid se saboreó más que nunca, pero precisamente por lo mismo no podemos definirlo como una despedida. Al menos, no exactamente. El noi del Poble-sec dice adiós a los escenarios, pero atesora en su repertorio canciones tan eternas que su marcha no es (no puede ser) definitiva, por más que ayer nuestras ropas se impregnaran del aroma que se esfuma.

La gente acudió al estadio, en la noche más cálida de las últimas noches madrileñas, con esa sensación de privilegio —ser testigo directo de un hito en la historia de nuestra música— y, al mismo tiempo, de nostalgia anticipada. «La última vez que escucharemos ‘Mediterráneo’ en directo», pensarían los más fieles seguidores de sus canciones. “La última oportunidad de ver a Serrat tan cerca», sospecharían los mitómanos.

Ese era el clima cuando habían pasado 9 minutos del horario anunciado para el comienzo y Serrat irrumpió con los brazos abiertos en el escenario, desplazándose hacia las tribunas, aproximando su silueta a los seguidores que, en pie, se disponían a presenciar el último recital del cantor barcelonés. El vicio de cantar, tal como anuncia su gira, consume sus últimos compases, y descubrimos bien pronto —raro sería que alguno no lo intuyera a estas alturas— que no canta como entonces, claro que no.

[Serrat se despide de Nueva York por todo lo alto antes de dejar ‘el vicio de cantar’]

Sería en la primera canción del concierto, la enérgica «Dale que dale», en la que Serrat le roba algunos versos al poeta Miguel Hernández. Su registro vocal no alcanza el poderío con el que abrillantaba versos que ya eran insuperables fuera de su garganta. Sin embargo, en la fragilidad de sus 78 años —cumplirá 79 solo cuatro días después de su adiós definitivo en el Palau Sant Jordi de Barcelona, el 23 de diciembre— se concentra toda la emoción de un artista inconmensurable. Por momentos pendiendo de un hilo, su voz, que es casi un deje a modo de tarareo, sigue siendo reconocible. El show acababa de empezar.

Serrat, con casi 60 años de tablas a su espalda, se mostró nervioso en sus primeras palabras. Ataviado con una chaqueta americana del color del bolso de Penélope, fue encontrando acomodo en el escenario. No pasó mucho tiempo hasta que pudimos disfrutar de su saber estar discreto y, por tanto, elegante. En su primera noche madrileña, el autor de «Pueblo blanco» —no la interpretó, pero tenía que aparecer al menos en esta crónica— estuvo simpático, confidente, como en el salón de casa.

Derrochó, tal vez más que nunca, sentido del humor, con el recuerdo a la reina Isabel II de Inglaterra —»¿Saben que se murió?», preguntó jocoso—, la alusión a Victoria Federica de Todos los Santos, la segunda hija de la infanta Elena de Borbón y Jaime de Marichalar, de la que no comprende que se haya ido de casa, «con los padres que tiene». Tampoco faltaron guiños burlescos al lenguaje inclusivo ni una interpelación a Alexa, el servicio de voz de Amazon, para que le recordara una canción.

«Tenía diez años y un gato». Así comenzaba la siguiente, «Mi niñez», primera de sus grandes éxitos. Su infancia, reminiscencia imprescindible en su obra y etapa en la que fue «feliz» mientras su madre «criaba canas pespunteando pijamas», protagonizaría el inicio de la actuación. Los ecos familiares continuaron con «El carrusel del furo», dedicada a su abuelo, que fue «asesinado por unos franquistas», según recordó ante el aplauso del respetable. En la línea política, se sumaron al set list temas como «Algo personal», sobre los «hombres de paja que usan la colonia y el honor para ocultar oscuras intenciones» y, sin embargo, dicen (esta es una modificación en la letra) que «hay que apretarse el cinturón».

[Serrat, ¿punto y final?]

Era el momento Miguel Hernández, de quien musicó sus poemas para un disco publicado en 1972. «Amaba la libertad y la vida, y ambas cosas se las quitaron», lamentó el cantautor, que interpretó seguidamente «Nanas de la cebolla», cuya melodía es de Alberto Cortez, y «Para la libertad». La primera comenzó con la sucesión machacona de dos notas al contrabajo de Rai Ferrer, soberbio durante todo el concierto, para crecer con unos arreglos sublimes, logrando una evocadora melodía de corte infantil. La segunda, con obras de Banksy en las proyecciones al fondo —otro de los detalles que merece ser resaltado—, fue el primer tema que levantó a buena parte del público de sus asientos.

La última reivindicación social llegaría en forma de alegato ecológico, a propósito del cambio climático, con «Pare» —»Decidme que le han hecho al río» es la traducción del primer verso al castellano, pues se trata de una canción escrita en catalán—, pero antes habrían de escucharse himnos como «Lucía», la vibrante «Señora» o «Romance de Curro el Palmo», que resultó ser una historia absolutamente ficticia, según explicó el autor. Lo que sí fue verdad es que, de pronto, la banda interpretó un pasaje de la misma canción por bulerías. Úrsula Amargós (viola y voz) y Josep Más Kitflus (teclados) acompañaron con palmas los discretos matices flamencos en el cante de Serrat, influenciado por la copla en su infancia.

Las palabras de agradecimiento se fueron sucediendo de manera más o menos regular en los espacios entre canciones. En el inevitable ocaso de su carrera, no quiso olvidarse de sus maestros. Tampoco de sus padres. «Canço de Bressol», interpretada en catalán con subtítulos en español sobre las proyecciones, es una conmovedora canción de cuna que le cantaba su madre. Esta y la mencionada «Pare» fueron las únicas que Serrat cantó en su lengua de origen, pero no faltó en la capital quien le pidiera la deliciosa «Canço de matinada». Otros echamos de menos «Seria fantàstic».

En todo caso, el que fuera vilipendiado en España por cantar en catalán durante el franquismo, y en Cataluña —de esto no hace tanto— por hacerlo en castellano, hoy recibe el abrazo unánime y emocionado de una multitud, la que lo admira, que prefiere la belleza a las banderas. Su figura desborda el suceder de las generaciones, y atraviesa como un rayo de luz las ideologías enfrentadas. La de Serrat es una voz conciliadora, sí, pues no parece sencillo, en los tiempos que corren, que un acento catalán se reciba en Madrid con el mismo grado de unanimidad.

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